En su clásico de ciencia ficción Fahrenheit 451, publicado en 1953, Ray Bradbury describe una ciudad donde los libros están prohibidos y deben quemarse. No hay límites de velocidad en las carreteras de esta ciudad. En su lugar, los conductores deben respetar una velocidad mínima: una obligación que les disuade de prestar demasiada atención a lo que les rodea, salvo para ver las vallas publicitarias que jalonan las carreteras. También les impide pensar mientras conducen; el desenfoque de la velocidad, y el miedo a los accidentes, no dejan espacio para otros pensamientos.
Ciudad y velocidad están estrechamente ligadas. La expansión urbana del siglo XX estuvo estrechamente ligada al auge del automóvil, que redujo los tiempos de desplazamiento y permitió la expansión de las ciudades. En las primeras décadas del siglo XX, la velocidad era sinónimo de modernidad, la aceleración símbolo de una mayor eficacia (de las cadenas de producción, los procesos, los ciclos, los intercambios, etc.).
Y la aceleración marca cada vez más muchos aspectos de la vida en la ciudad: en los desplazamientos, en las formas de consumo (fast fashion, fast food), en la formación de relaciones sociales y afectivas, hasta las entregas contemporáneas "el mismo día".
Sin embargo, la velocidad tuvo sus oponentes: históricamente, entre los antimodernistas, en los años setenta entre los opositores al capitalismo y, más recientemente, en el movimiento ecologista. Para muchos observadores (entre ellos el filósofo francés Paul Virilio, cuya obra Velocidad y política se publicó por primera vez en 1977), la velocidad es una expresión de violencia, uno de los instrumentos de opresión esgrimidos por los poderosos y por las ciegas fuerzas del mercado (con el consumismo desenfrenado, todo es rápido); para otros, la velocidad atestigua una voluntad de dominar la naturaleza (este es el argumento esgrimido por el filósofo Hartmut Rosa en su libro Aceleración social, publicado por primera vez en 2010) y el alejamiento del yo (nunca "tener tiempo", nunca estar disponible).
Han surgido varios movimientos que se oponen a la aceleración de nuestras vidas y ciudades, reclamando en su lugar una ralentización global. Estos movimientos se dividen en dos tendencias principales. La primera surgió en la década de 1980 bajo la influencia del teórico urbano Jan Gehl. Según esta tendencia, las ciudades deben planificarse a "escala humana" y, por tanto, a velocidad humana: como entornos libres de estrés donde todo esté a poca distancia a pie. El segundo movimiento es más reciente y más político. Reclama una ruptura con el concepto de crecimiento y profesa las virtudes de la ciudad lenta: una ciudad que se toma su tiempo, con un retorno a los ciclos cortos y un menor consumo. Una rama de este segundo movimiento aboga por romper con todo el modelo urbano y volver a la vida en el campo, aunque sea a tiempo parcial (una postura no exenta de contradicciones).
¿Cómo es la slow city de hoy?
Una ciudad lenta no es necesariamente una ciudad perezosa. Aunque la construcción de vías rápidas urbanas ya no sea una prioridad en las ciudades, eso no significa que no se busque garantizar el ritmo y la fluidez de circulación que las hacen funcionar (una ciudad congestionada no es un ejemplo para nadie). La cuestión, pues, no es ralentizar las cosas, sino producir una ciudad que dé cabida a distintas velocidades y les permita coexistir.
Una ciudad lenta tiene tres cualidades intrínsecas:
Es una ciudad inclusiva para usuarios lentos
Una ciudad lenta permite que los distintos ritmos y ritmos de vida coexistan sin tensiones. Nadie está obligado a seguir el ritmo de los más rápidos: en cambio, la velocidad se gestiona y se confina a los cauces adecuados. Este es el gran reto al que se enfrentan las ciudades de hoy: la necesidad de crear nuevos modelos de circulación que combinen diferentes usos y prácticas y respeten el derecho a ser lento. Las recientes polémicas sobre los peligros que entrañan los patinetes eléctricos se deben menos a la velocidad real de estas máquinas que a la amenaza que suponen para la seguridad de las personas que circulan más despacio y muy cerca. La primera regla de la ciudad lenta es que los usuarios más lentos siempre pueden circular por la ciudad sin ponerse en peligro. La ciudad lenta se adapta al movimiento lento, aunque eso signifique cuestionar la preeminencia de los modos de transporte mayoritarios.
Es una ciudad que encuentra el equilibrio
La decisión de muchas ciudades de reducir los límites de velocidad de los vehículos ha causado molestias y consternación entre muchos usuarios. Pero estas fricciones expresan mucho más que la oposición estéril de facciones que se niegan a entenderse (aunque sin duda es así en muchos casos). También reflejan diferencias de objetivos, que deben conciliarse en una ciudad que funciona. Es normal que los turistas quieran "tomarse su tiempo" cuando visitan una ciudad, pero también es legítimo el deseo de los ciudadanos de llegar a casa lo antes posible. La ciudad lenta es aquella que llega a un compromiso y permite que coexistan en el mismo espacio modelos de uso intrínsecamente contradictorios. Segunda regla: la ciudad lenta es un consenso en constante evolución.
Es una ciudad donde el tiempo libre cuenta
Las personas que producen nuestras ciudades se ven presionadas por la necesidad de "acelerar": los promotores, porque "el tiempo es oro", los cargos electos, porque la lentitud "es signo de incompetencia", y los ingenieros, porque la velocidad "es signo de eficacia".
Toda ciudad lenta debe tener en cuenta estas consideraciones si quiere convertirse en una realidad y no en una utopía. Pero puede defender las virtudes de la lentitud en los procesos orgánicos de la ciudad: dejar tiempo para pasear y contemplar, tiempo para detenerse y hablar con los demás, tiempo para que la propia ciudad se tome el tiempo necesario para construir proyectos sin eludir los ritmos naturales. A este respecto, Hartmut Rosa habla de una "reconquista de la disponibilidad": y lo que evidentemente es válido para las nuevas tecnologías también lo es para nuestra experiencia de la ciudad. La ciudad lenta, por tanto, no da la espalda al progreso. Afirma la primacía de lo humano sobre lo mecánico. Lo que nos lleva a la tercera regla de la ciudad lenta: hacer que el tiempo libre cuente. Porque el tiempo libre es un bien precioso que enriquece la ciudad.